jueves, 24 de junio de 2010

IN-CRECIENDO

Hay más de una forma de alcanzar la mediocridad absoluta, pero hay una que es la que más lamento y es esa que incluye el desprecio.
Porque desinteresarse en la superación del propio espíritu es, al menos, un acto personal e inalienable. Es una autodestrucción de la que el individuo que se la provoca a sí mismo deberá pagar el precio.
Pero la altanería y la displisencia hacia los afectos me resulta lo más bajo. La ingratitud cierra puertas y entorpece los caminos de la superación.

Lo digo y miro hacia adelante. Busco complicidad o coincidencia. Solo veo cabezas gachas, miradas esquivas, falta de responsabilidad sobre las consecuencias de los propios actos.

Eso sucede generalmente con personas que se estancan a mitad de camino entre la niñez y la madurez, entre la inexperiencia y la superación. Ese rasgo de nuestra primera vida donde solo demandamos el afecto pero carecemos del concepto de compartir. Somos esponjas de atención y cuidado y no conocemos la culpa por no entregar nada a cambio.

Vale el espíritu infantil pero no infantilizado. Lo primero conlleva frescura, espontaneidad, sorpresa y aprendizaje. Lo segundo solo traduce inmovilización, falta de imaginación, regreso a lo que ya pasó pero no regresará jamás. Algo que se perdió, estancado detrás, y del que no se rescató nada para la posteridad.

Me queda, al verlos en su burbuja de nuncajamás, la paz de mi propio intento y la certeza de que existe en mucha gente el impulso y la vehemencia para rebasar los límites.
La calma de saber que podemos elevarnos más allá de lo que el azar propone e impone.
Solo nos queda encontrarlo en la naturaleza de grandeza de cada persona.

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