domingo, 30 de septiembre de 2012

SIETE SUERTES DE MALOS AÑOS

Vino la chusma del barrio a contarme una historia. La historia de un duende. Un duende impotente. Impotente en toda su polisemia.

El duende que salta del pote lleno de harina al espejo, para ver si se ve, para encontrar lo que no busca, para conseguirle un cuello apetitoso a su dientudo vacío de vampiro. Un cuello que no sea el suyo, porque está harto hasta de su propia sangre.

Pero se resigna, como todas las mañanas. Y vale la aclaración: para él la mañana no depende de las vueltas del sol. Sus mañanas son impredecibles, nunca sabe cuando llegan, nunca sabe cuánto van a durar. Son mañanas hijas de la ciclotimia. Sus mañanas son tantas como las persona que conviven adentro de su inconscientemente diminuto cuerpo.

Toda la blancura de ese polvo que lo vio saltar del plato, no cubre su oscuridad. Pasa que es tan grande su mundo de superstición, su mochila de cábalas, su inseguridad de volcán semidormido, que cree que nadie lo ve encapuchado. Pero bueno, piensa, eso es harina de otro costal. Relato de otro cuento. Imagen de otro reflejo.

Y agarra sus palabras, como si fueran martillos; y rompe todos los espejos, como si fuera un héroe jubilado. Es una metáfora inconsistente de luchador de molinos de viento.

Pobre duende. Odia ser uno más. Uno más de nosotros. Igual y distinto, como cada uno de los que somos uno más.

Y así, la chusma del barrio, va llegando al final de su chimento: todos somos el duende. La única diferencia es que este del que hablamos, cree que nadie lo ve.

Acá, los espejos, pensamos otra cosa. Y nos sentamos a esperar.