martes, 13 de septiembre de 2011

DE DUDAS, VEHEMENCIAS Y DIGNIDADES

Saber la vulnerabilidad. Conocerla. Hacerla carne. Sufrirla y asfixiarse con ella. Volverla parte del alma y amarla por su sencilla forma de incitarnos.

Ahí está la fragilidad de todas nuestras cosas, ese carácter consustancialmente caduco. Ahí está siempre la conciencia de que todo es movimiento, de que nada se estanca, de que todos somos un mar de olas sin poder dejar de oscilar.

Porque la frustración no avisa, es espontánea. No prepara y no distingue. Es repentina. Y lo que amortigua sus cachetazos son los reflejos de un espíritu libre de toda fatuidad.

Cualquiera sea el derrotero, desde el principio conocemos el final. Y al poder intuirlo, abrazar el dolor que provoca y arañar hasta salir las paredes de las apariencias, es que logramos rozar la suave, deliciosa y efímera eternidad.

No cuentan aquí las miradas ajenas, los juicios infundados de los que temen que no sintamos temor. Dar por sentado suele ser un error y ese es un lujo del que solo pueden gozar unos pocos.

Podrán verme llorar, ignorando sus propias fisuras. Y conseguirán la negación sintiendo lástima por mi. Y quizás, hasta se empujen a sí mismos a verse sobresalientes. Todo merced a la falsa perspectiva (la ilusión de magnitud) que pueden otorgar las penas ajenas cuando se miran desde la imperceptible altura de un ombligo.

Mientras tanto yo, mi humanidad, mi imperfección, mi incapacidad, vamos siempre nadando obstinadamente en la aflicción.

Y no hay sobresalto ni recelo en ese dulce desencanto.

Es que para los apasionados, los desenfrenados, los desprolijos, hay aguas que no podemos evitar surcar si pretendemos apaciguarnos en la irregular e intermitente paz interior.